Pero
no había nadie mirando. Hubieras embravecido las gradas de las más
excelsas competiciones. Hubieras provocado aplausos sangrantes de
manos dislocadas. Suicidios resignados de cientos de rivales se
anunciarían en las radios, acompañados por la condescendencia de la
sociedad del deporte y las voces entendidas. Pero cuando diste aquel
salto incorpóreo, sensual y rítmico, posándote sobre el canto de
una oreja peluda, estabas completamente solo. Todos los ojos de todas
las criaturas coincidieron en ese momento sobre otros saltos y otras
orejas, así que no hubo reconocimiento. No es que hubieras ensayado
para ese momento. El cómo llegar hasta ella era un tránsito que se
te hacía algo parecido a doloroso. Tan sólo añorabas, desde el
mismo día de tu concepción, el llegar hasta una oreja. Cualquier
oreja. Y cada día pasaban tres o diez de manera desordenada e
imprevisible. Te sorprendían unas cerca, otras casi confundidas
entre las curvas del horizonte. Algunas caían del cielo como mazos
de plomo, otras se acercaban haciendo unos ruidos que te hacían
vomitar. Las había pequeñas como moscas y grandes como petroleros.
La mayor parte estaban ocupadas, pero sobre todo resultaban
imposibles de alcanzar. Así que cuando aquel instante congregó a
esa oreja y a ti entrelazadas a través de una trayectoria posible,
saltaste sin reflexionar. Por eso no pudiste prever el gran legado
que tallaste en la historia del deporte. Y tampoco importó nada más
que estar allí ahora, inconsciente por la hazaña de tu medio, pero
delirante por el abrazo de tu fin.
Qué
hacer. Habías dedicado tanto tiempo a perfilar la forma de llegar,
que ahora, todavía temblando y con las piernas humeantes por el
impulso, te das cuenta ya de que hasta aquí llega tu plan. Ni un
minuto más pensado. Conoces lo emocionante de la vida en una oreja:
por ella pasan las oraciones de los pecadores y los chismes
inventados por las envidias; los susurros de sexo lascivo y las
suaves confesiones de los que se aman. Los coros infantiles, el
gruñido de una morsa y la explosión de la mina olvidada en un
arrozal. Pero como no tienes nada pensado, toca improvisar. Así que,
aprovechando la cavidad cerúlea, colocas los brazos en jarras, te
yergues y te dejas enmarcar por los pliegues cartilaginosos. Comienza
a tomar sentido el ser oreja como concha marina protectora de un
Neptuno padre y bestia.Y así es como te sientes. Sientes que te
abraza el aura de la deidad de forma natural e inevitable. Qué
bello ahora. Respiras. Se hincha el pecho. Suspiras.
Se
escaparán tres lustros al menos mientras te mantienes hercúleo,
posando en este frente anacarado. Te mantendrá firme el llegar donde
lo has hecho. Y así los años transcurrirán y tú conservarás la
postura a lo largo de cada uno de ellos. Pero las cosas terminarán
por cambiar. Llegará el mañana y ya nadie soñará con alcanzar
orejas. Y entoces será triste ver cómo los abuelos cuelgan paraguas
de tus brazos y las mujeres elegantes se apoyan en tu lomo para
ajustarse los tacones. Será triste pero cierto darse cuenta de que
ya nadie recordará el tiempo de las orejas.