El sueño de la razón no sólo produce monstruos

miércoles, 11 de octubre de 2017

Un abrigo en tu ventana

La ropa apestaba a tabaco. Al llegar a casa colgué el abrigo en el balcón, de una percha. La enganché en un ojito herrumbroso que sobrevivía entre los ladrillos. Por él habrían pasado macetas, cuerdas de tender y trapos. Ese día acogería a una percha, que daba forma a mi gabardina de entretiempo. El viento estaba revoltoso, así que abandoné mi abrigo a la intemperie, cerré las contraventanas y entré en casa.
Lucas, Celia y Sara bebían cerveza. Estaban sentados entre las banquetas de la cocina y el sofá del salón. Para no romper el equilibrio, me apoyé en la mesa de madera, la grande, con otra cerveza de lata que suspiró babosa al abrirse. Antes de lograr zambullirme en la conversación, escuché el cierzo agitar las ventanas. Con un silbido intenso, se coló por debajo de alguna puerta y me trepó por los tobillos. La casa era vieja, y para el viento todo eran pasadizos y toboganes por los que deslizarse. Escalé desde un rincón del pasillo hasta un buen momento de la conversación. Sara explicaba, muerta de risa, que habían encontrado un calcetín de Paco en la nevera. Paco suele estar tan dormido por las mañanas que podría lavarse el pelo con pasta de dientes sin enterarse. A Sara le hacía tanta gracia contarlo que le vibraban las aletas de la nariz como si fuera una fragata, y se estiraba mucho hacia atrás para poder soltar su carcajada. Todos nos reíamos con ella.
Se oyó un golpe contra la ventana. Todos nos giramos hacia el balcón. El abrigo. Ya no está. Me acerco hasta el cristal y sentencio: “ La gabardina se ha ido”. Nos entra una risa boba. Salimos los cuatro al balcón y movemos las cabezas hacia todos lados. Ni rastro de ella, ni de la percha, ni del ojito de metal. El viento está enloquecido, y no viene ni va a ninguna parte. Ha arrancado el tornillo de la pared, dejando un agujero doloroso en el ladrillo. Imaginamos a la gabardina escondida bajo el alféizar, agarrándose a duras penas con sus mangas de doble costura y rezando para que no la encontremos. Nos reímos. Seguro que ya está volando sobre los edificios, camino del delta del Ebro. Tendrá ganas de tumbarse sobre el cauce y dejarse llevar entre las hojas. Ya no olerá a tabaco. Habrá ido recogiendo los humos de las chimeneas, las cocinas y las estufas: asado, tortilla, petróleo, carbón. Se le habrá enganchado la pestilencia de alguna alcantarilla, las cacas de perro del parque, el olor a pino. Al cruzar la carretera hacia el río, habrá absorbido la humada de los coches y se habrá engalanado con el aroma a churro que inunda la feria. Habrá llegado, por fin, a las riberas del sur, donde los chavales se atiborran a calimochos y cubatas malos, y les habrá robado un poquito de su olor a orines, hormonas y prisas por vivir.

El timbre nos arranca de nuestras ensoñaciones. Alguien insiste con ritmo. Me acerco a la puerta. Abro. Te presentas y me cuentas el principio del que será un gran relato: la fantástica historia de una gabardina que se coló por tu ventana.