El sueño de la razón no sólo produce monstruos

domingo, 12 de febrero de 2017

El tiempo de las orejas

Pero no había nadie mirando. Hubieras embravecido las gradas de las más excelsas competiciones. Hubieras provocado aplausos sangrantes de manos dislocadas. Suicidios resignados de cientos de rivales se anunciarían en las radios, acompañados por la condescendencia de la sociedad del deporte y las voces entendidas. Pero cuando diste aquel salto incorpóreo, sensual y rítmico, posándote sobre el canto de una oreja peluda, estabas completamente solo. Todos los ojos de todas las criaturas coincidieron en ese momento sobre otros saltos y otras orejas, así que no hubo reconocimiento. No es que hubieras ensayado para ese momento. El cómo llegar hasta ella era un tránsito que se te hacía algo parecido a doloroso. Tan sólo añorabas, desde el mismo día de tu concepción, el llegar hasta una oreja. Cualquier oreja. Y cada día pasaban tres o diez de manera desordenada e imprevisible. Te sorprendían unas cerca, otras casi confundidas entre las curvas del horizonte. Algunas caían del cielo como mazos de plomo, otras se acercaban haciendo unos ruidos que te hacían vomitar. Las había pequeñas como moscas y grandes como petroleros. La mayor parte estaban ocupadas, pero sobre todo resultaban imposibles de alcanzar. Así que cuando aquel instante congregó a esa oreja y a ti entrelazadas a través de una trayectoria posible, saltaste sin reflexionar. Por eso no pudiste prever el gran legado que tallaste en la historia del deporte. Y tampoco importó nada más que estar allí ahora, inconsciente por la hazaña de tu medio, pero delirante por el abrazo de tu fin.

Qué hacer. Habías dedicado tanto tiempo a perfilar la forma de llegar, que ahora, todavía temblando y con las piernas humeantes por el impulso, te das cuenta ya de que hasta aquí llega tu plan. Ni un minuto más pensado. Conoces lo emocionante de la vida en una oreja: por ella pasan las oraciones de los pecadores y los chismes inventados por las envidias; los susurros de sexo lascivo y las suaves confesiones de los que se aman. Los coros infantiles, el gruñido de una morsa y la explosión de la mina olvidada en un arrozal. Pero como no tienes nada pensado, toca improvisar. Así que, aprovechando la cavidad cerúlea, colocas los brazos en jarras, te yergues y te dejas enmarcar por los pliegues cartilaginosos. Comienza a tomar sentido el ser oreja como concha marina protectora de un Neptuno padre y bestia.Y así es como te sientes. Sientes que te abraza el aura de la deidad de forma natural e inevitable. Qué bello ahora. Respiras. Se hincha el pecho. Suspiras.

Se escaparán tres lustros al menos mientras te mantienes hercúleo, posando en este frente anacarado. Te mantendrá firme el llegar donde lo has hecho. Y así los años transcurrirán y tú conservarás la postura a lo largo de cada uno de ellos. Pero las cosas terminarán por cambiar. Llegará el mañana y ya nadie soñará con alcanzar orejas. Y entoces será triste ver cómo los abuelos cuelgan paraguas de tus brazos y las mujeres elegantes se apoyan en tu lomo para ajustarse los tacones. Será triste pero cierto darse cuenta de que ya nadie recordará el tiempo de las orejas.