El sueño de la razón no sólo produce monstruos

domingo, 3 de diciembre de 2017

Muerte de una viuda

MUERTE DE UNA VIUDA
Beben tranquilamente sus cinzanos: oliva y hielos. Rodaja de limón. María Teresa saca el abanico y lo menea con elegancia. El ritmo embriaga la escena de terraza en el bar-restaurante. La temperatura es deliciosa. Sonsoles y Carmina se inclinan sobre reposabrazos colindantes, mirándose con ojos de lechuza. La conversación debe de causarles mutua sorpresa. Mercedes rebusca en su bolso otro abanico que ha recordado tener (“¡Qué cabeza!”) por la envidia de la fina estampa que su amiga compone tras el ventalle. Y Ricarda, plena de satisfacción, observa a sus compañeras de parchís deslizarse por el tiempo de la tertulia semanal.
Entonces, de forma repentina, en un momento indistinguible de otros tantos transcurridos esa misma tarde, pide la carta de tapas. La acción asalta la escena con virulencia, quizás movida por el anhelo de plenitud del momento. Otras veces, han acompañado sus cinzanos con raciones de patatas asadas que aderezan con salsas blancas de ajos, quesos o pepinos. Pero hoy reclama “algo diferente para celebrar el encuentro semanal.”
Mercedes, envuelta por la inercia de su simplicidad, propone pedir la misma ración de patatas asadas de siempre. Ricarda insiste pacientemente y anima a sus compañeras de parchís a “celebrar esta maravillosa costumbre del encuentro semanal.” Sonsoles y Carmina han vuelto sus ojos lechucinos hacia ella, pero no expresan una brizna de entusiasmo. No hay seguimiento de la exaltación. Cada vez más excitada, comienza a buscar adjetivos y espetar reflexiones sobre el valor de la tertulia, por su calidad ética y estética. Tratando de conmover a sus insípidas amigas, recuerda los comienzos del “grupo del parchís” como duras jornadas en los que realizaban rudimentarias actividades, moviendo cubiletes ansiosas y contando veinte por sus victorias. Hoy ninguna excusa es necesaria. Todos los sábados, indefectiblemente desde el 23 de mayo de 1993, se han encontrado en esta misma terraza, en esta misma mesa y a esta misma hora.
¡¿Y qué nos ha hecho mantener firme esta ancla, pilar de nuestra existencia sobre el que pivotan los lunes, los martes y el resto de días desquiciados e imprevisibles?!
¡¡La rutina!!- contestan todas las viudas a coro, animadas ya por la revolución.
¡¿Y qué motiva la rutina?!
¡¡La pereza!!
¡¿Y qué encontramos en la raíz de la pereza?!
¡¡La gustera!!
Y, ¿no es la gustera de nuestra compañía, al fin y al cabo, la que desencadena el estar del ser?- miradas a diestra y siniestra. Asentimiento.
Cierto, cierto... Eso así es.
De esta forma Ricarda entrevé los cimientos de su victoria cuando justo el camarero (mejillas largas, ojos saltones.) aparece con el menú. La líder embravecida arranca el porfolio de sus manos y lo levanta cual Moisés en la cumbre del monte Sinaí.
¡¿No creéis merecida la celebración del pan y el vino, el homenaje por la comunión entre el cuerpo y la palabra?! ¡¿No sentís que es lo mínimo que hacer en agradecimiento por nuestra dicha?!
A esa altura del discurso, María Teresa y Mercedes enarbolan sendos abanicos cual estandartes abriendo batalla; Sonsoles levanta su cinzano victoriosa; y Carmina, subida a una silla, patalea y grita con júbilo.

Azuzan a la capitana para pedir huevos rotos, panes con jamón, chorizos a la sidra. Vino y cerveza. Todo lo que Ricarda pueda pronunciar. Se levanta reclamando la ovación. Va hacia la puerta del bar-restaurante y, antes de entrar, se vuelve y saluda. A entrar, se apoya en una banqueta y fallece.

Marsala es un color

Cuarenta minutos hasta la estación. Elsa camina por una ruta distinta a la habitual. Conoce perfectamente el recorrido más directo, pero hoy quiere refrescar su mirada, alejarse de lo conocido, pasar desapercibida. Se ha levantado esquiva, incómoda con su rutina. Las baldosas de la calle bailan bajo sus pies y ella juega a encontrar la pieza inmóvil. Los coches no respetan las vías peatonales y estropean los pavimentos, que se hunden, se deforman convirtiéndose en orografías blandas y tramposas. Los pocos alcorques que hay aglutinan colillas y latas de algún refresco marroquí que no conoce. Levanta la mirada. Caras desconocidas. También ocurre en su barrio. Mucha gente entra y sale. Algunos se quedan. Aun así ella siempre ha tratado de sentirse en casa. Cuando se cruza más de tres veces con la misma persona, la mira fijamente, trazando las primeras letras de una historia común. Se dice que existe un código universal, no escrito, para pasar de la indiferencia al saludo. “Si es la tercera vez que nos cruzamos, mantengo la mirada. Ambos sabemos que nuestras rutinas trazan líneas conectadas. Toca lanzarnos el guante de la complicidad. La siguiente vez que nos veamos, levantaremos las cejas, puede que incluso lleguemos a saludar. Eso depende de si el tiempo que resistimos con los ojos fijos nos da el impulso suficiente.” Pero hoy no busca conectarse con nadie. Hoy le reconforta alejarse de sí misma, verse sola, sin circunstancias. Sin bar Guariche, sin los bancos del paseo, sin Martín que pide a la puerta del estanco, sin el buzón lleno de cartas, sin Leti paseando sus dos galgos huesudos, enfermizos. Continua por lugares que le son extraños y empieza a relajarse, no conoce a nadie y nadie la conoce. Hoy no conecta con las otras miradas. Igual por eso, cuando se da cuenta de que es Lucas, están casi rozándose. Más de lo que le hubiera gustado. La sorpresa le hace bajar la guardia y, por un instante, confunde su papel, sonríe. Cualquiera podría decir que se alegra de verle. Pero el rencor se hace presente de forma inmediata y arrastra las comisuras de sus labios. El rostro se queda frío.
Cuánto tiempo – A Lucas se le clava el vaivén en la expresión de Elsa y de pronto le pesa cada uno de los días desde la última vez que la vio. Se arrepiente de haber dejado que llegara este momento, de haberla parado, de estar allí de pie, frente a su culpa sin excusas.
¿Qué haces por aquí?
Voy a la estación.
¿Vas a ver a mamá?
Nunca he dejado dejado de ir –se genera un silencio lleno de reproches–. Tengo que marcharme. No puedo perder el tren. Adiós.
Lucas trata de acercar su mano al hombro de Elsa, pero ella esquiva la despedida y comienza a caminar tras apenas un roce. Dejarle así plantado no le sabe a victoria, pero no soporta el reencuentro. Y menos un día como hoy. Él no se mueve, mira cómo se aleja y se hace cada vez más pequeña. Ahora es del tamaño de un paraguas, de una barra de pan, de una botella. Le gustaría que se quedara así, pequeñita, como cuando jugaban a saltar en los charcos de los alcorques, cuando el agua era limpia.

Se lleva las manos a la cara y se frota fuerte los ojos, la frente, intentando arrancar los recuerdos. Pero el maldito color de aquella tarde ha teñido sus párpados, y lo ve una y otra vez cuando cierra los ojos. 

miércoles, 11 de octubre de 2017

Un abrigo en tu ventana

La ropa apestaba a tabaco. Al llegar a casa colgué el abrigo en el balcón, de una percha. La enganché en un ojito herrumbroso que sobrevivía entre los ladrillos. Por él habrían pasado macetas, cuerdas de tender y trapos. Ese día acogería a una percha, que daba forma a mi gabardina de entretiempo. El viento estaba revoltoso, así que abandoné mi abrigo a la intemperie, cerré las contraventanas y entré en casa.
Lucas, Celia y Sara bebían cerveza. Estaban sentados entre las banquetas de la cocina y el sofá del salón. Para no romper el equilibrio, me apoyé en la mesa de madera, la grande, con otra cerveza de lata que suspiró babosa al abrirse. Antes de lograr zambullirme en la conversación, escuché el cierzo agitar las ventanas. Con un silbido intenso, se coló por debajo de alguna puerta y me trepó por los tobillos. La casa era vieja, y para el viento todo eran pasadizos y toboganes por los que deslizarse. Escalé desde un rincón del pasillo hasta un buen momento de la conversación. Sara explicaba, muerta de risa, que habían encontrado un calcetín de Paco en la nevera. Paco suele estar tan dormido por las mañanas que podría lavarse el pelo con pasta de dientes sin enterarse. A Sara le hacía tanta gracia contarlo que le vibraban las aletas de la nariz como si fuera una fragata, y se estiraba mucho hacia atrás para poder soltar su carcajada. Todos nos reíamos con ella.
Se oyó un golpe contra la ventana. Todos nos giramos hacia el balcón. El abrigo. Ya no está. Me acerco hasta el cristal y sentencio: “ La gabardina se ha ido”. Nos entra una risa boba. Salimos los cuatro al balcón y movemos las cabezas hacia todos lados. Ni rastro de ella, ni de la percha, ni del ojito de metal. El viento está enloquecido, y no viene ni va a ninguna parte. Ha arrancado el tornillo de la pared, dejando un agujero doloroso en el ladrillo. Imaginamos a la gabardina escondida bajo el alféizar, agarrándose a duras penas con sus mangas de doble costura y rezando para que no la encontremos. Nos reímos. Seguro que ya está volando sobre los edificios, camino del delta del Ebro. Tendrá ganas de tumbarse sobre el cauce y dejarse llevar entre las hojas. Ya no olerá a tabaco. Habrá ido recogiendo los humos de las chimeneas, las cocinas y las estufas: asado, tortilla, petróleo, carbón. Se le habrá enganchado la pestilencia de alguna alcantarilla, las cacas de perro del parque, el olor a pino. Al cruzar la carretera hacia el río, habrá absorbido la humada de los coches y se habrá engalanado con el aroma a churro que inunda la feria. Habrá llegado, por fin, a las riberas del sur, donde los chavales se atiborran a calimochos y cubatas malos, y les habrá robado un poquito de su olor a orines, hormonas y prisas por vivir.

El timbre nos arranca de nuestras ensoñaciones. Alguien insiste con ritmo. Me acerco a la puerta. Abro. Te presentas y me cuentas el principio del que será un gran relato: la fantástica historia de una gabardina que se coló por tu ventana.

martes, 8 de agosto de 2017

Obsesiones

Me había acostumbrado a que coincidiéramos en el bar por la mañana, al tomar mi café solo. A descubrirle en los asientos del fondo del autobús. A reconocer su silueta en las calles concurridas del centro de la ciudad. Al principio pensé que se trataba de encuentros fortuitos. Llegué a sonrojarme de emoción al pensar que existía alguien con quien cruzaba mi rutina. Pero la frecuencia aumentó rápidamente y pronto mi curiosidad dio paso a la certeza de vivir perseguida. Me miraba, escorado, desde los rincones; o altivo, al pasar a mi lado, casi rozándome. Unas veces con esos ojos verdes, transparentes; otras envuelta la mirada en un iris marrón, casi negro.
Comenzó a vestirse cada día de una forma diferente, a caminar de un modo irreconocible, tratando de ocultar entre disfraces su identidad única de enfermo infatigable. Sentí miedo. Cuando empezó a colarse al otro lado de las ventanillas de billetes u ocultarse tras una mascarilla blanca en la consulta del dentista, temí por mi vida. Pero era un loco enamorado. Y el miedo daba saltos inconstantes hacia la ternura. Una ternura suave y comestible.
Él seguía buscándome en cada calle, escurridizo y tenaz. Intentaba diluirse entre cascos, batas, gafas de sol y bigotes. Yo entonces ya me sentía halagada y, tonta de mí, me dejé llevar por la coquetería. Durante unos meses, alimenté una esperanza a la nunca iba a ser capaz de responder. Mis sonrisas se hicieron encontradizas y a punto estuvimos de intercambiar unas palabras en un martes 22 de abril.
Pero él no podía ni mirarme. Envuelto en otra de sus farsas, unos niños traviesos arrebataron su atención de mí tan rápido como se había posado. ¡Qué dolor verle sufrir de aquella forma! ¡Cómo podía estar tan enfermo! Desapareció tras las ingenuas criaturas sin girar su rostro, aun ardiendo en deseos de mirar atrás. ¡Ese hombre había perdido la razón!
Aquella tarde supe que el amor se había hecho podredumbre en sus entrañas y que ya sólo la muerte arrancaría ese dolor tan denso.
El calendario sentenció que fuera un viernes, 2 de mayo. Agarré mi cajita de costura, la que llevo para los viajes. La llené de rafia y coloqué unas tijeras protegidas por el recio hilo. Salí de casa decidida a acabar con aquel monstruo obsesionado. Entré en nuestro bar y allí estaba, removiendo su estúpido café con leche. Pedí “mi solo de siempre” y, cuando daba un primer sorbo, se levantó hacia el baño. Le seguí con mis herramientas. Se lavaba las manos frente al espejo cuando le libré de su agonía. No chilló.
Pagué el café y salí a la calle, satisfecha y aliviada. No duró mucho esta paz, pues enseguida noté su mirada pastosa deslizarse. Llegué a la parada del autobús temiendo lo peor: una herejía, una resurrección. Me giré y allí estaba. Sonriendo como un obseso sin escrúpulos. Subí a la cabina y caminé nerviosa, con mi rafia sucia en la mano, hasta la última fila de asientos. Él se sentó justo delante de mí, ofreciendo su cuello despejado a la sentencia que podía redimir su pena. Agarré fuerte la cuerda y con un rápido movimiento acabé con aquel pálpito de dolor y pasión.
Lo he vuelto a ver en el ascensor, en el pasillo del supermercado y en la recepción de la piscina. He acabado con su agonía no sé ni cuántas veces ya… pero una y otra vez reaparece, tan inmortal es su amor.
Y así, tras cuatro días tratando de salvar a un hombre, he llegado hasta esta iglesia, buscando ayuda, temiendo que pudiera encontrarlo aquí también. Pero al ver sus ojos limpios, padre, he sabido que usted sí que iba a entender mi entrega, mi sacrificio por devolver a ese pobre enamorado su libertad.
Pero no escucho sus palabras, padre. No oigo sus consejos.

Ahora recuerdo que ayer fue domingo y vine a misa, como cada semana. Despego la rafia reseca del cuello almidonado y camino hacia la puerta.

sábado, 29 de abril de 2017

Cristina

Cristina.
Quién no viviría en tus días azules.
Se escuchan bromas a la orilla de tus rizos.
Entras, brava. Izas palmas.
Cómo no escuchar las historias de tus tonterías,
las curvas locas de nuestras noches,
de tus nalgas, de las mías.


Cristina.
Quién no lloraría en tus tardes amoratadas.
Se hace el silencio entre tus canas.
Te ocultas lejos. Acurrucada.
Cómo no agonizar con tus horas de fugitiva,
los pozos hondos de tus reproches,
nuestros delirios. Tus mentiras.


Cristina.
Quién no rompería el pacto siendo tan niñas,
siendo tu piel tan suave, tu pensar tan luz,
tu boca tan... Cristina.

lunes, 24 de abril de 2017

Allí y la muerte

Esta mañana las mujeres lloran gritando. No se contienen al expresar su dolor. Algunas penas me desgarran. Otras, he de confesar, asoman en mí algo parecido a la vergüenza. Me debato entre la tristeza profunda y la incredulidad de asistir a una sobreactuada pieza de teatro. Pienso si será que me resulta obsceno el dolor que sale a borbotones. Esa sinceridad pueril contrasta con la discreción que he aprendido desde siempre ante la muerte. Un hombre comienza a hablar y las plañideras retroceden hasta quedar en un murmullo. Dice así:
“- Biografía : nació el 13 de septiembre de 1972, en el municipio de Lobito. Estudió primer ciclo con valores académicos medios en la Escuela de Ensino de Benguela. No continuó el segundo ciclo. Tuvo dos hijos. Trabajó en las siguientes empresas: Cementos Lobito, Construcciones Rua do Sacramento y Materiales Joao S.L., siendo concluidos sus contratos en todas ellas debido a su afición a la bebida. El día 15 de septiembre de 2012 fue ingresado por esa misma causa en el Hospital de Benguela. Le realizaron análisis y parecía que todo se encontraba en orden cuando, estando ya en su casa, sufrió una fuerte recaída. Murió a los dos días de ser hospitalizado ….”
Quedó destripada su vida.
También en casa del líder de la comunidad fui convidada a las celebraciones de un funeral. Era un quinto día. A esa altura, la familia del ausente se dispone a ocuparse de los vivos, los que quedan, habiendo enterrado bien a los muertos. Así que, durante tres jornadas, se prepara un gran festejo para todos aquellos amigos y familiares que estuvieron acompañando en los días difíciles (a veces se suman vecinos y desconocidos). Se derrocha comida y bebida. Hay música y bailes. La gente ríe y canta. Muchas familias despellejan sus ahorros en esto. Todos duermen por el suelo, o en la casa, y la fiesta dura toda la noche, hasta el amanecer.
Aunque, sin duda, la historia que más me impresionó fue la de Mandinho, de cuando el conflicto, allá por el año noventa y tantos.
Llegó un día en la ciudad en la que vivía Mandinho, Cubal, en el que comenzó la guerra, aunque lo hizo despacio. Las mujeres de UNITA bailaron con las banderas de los rebeldes, y el partido en el gobierno, el MPLA, envió algunos hombres de la policía antimotín como medida preventiva. Él estaba en Cubal por aquel entonces porque su padre era viceadministrador del municipio. Colocado allí como cabeza de turco, en un área peligrosa, en un cargo que nadie quería… todo descubierto muchos años después.
Pasaron dos semanas y ningún movimiento. Así que un lunes se replegaron todas las fuerzas del orden enviadas por el Estado central, dejando Cubal desprotegida bajo la insípida vigilancia de los viejos policías municipales. El jueves a las cuatro de la mañana las tropas de UNITA entraban a la ciudad. Comenzaron a oírse tiros y otras sonidos de la guerra.
Las tropas de rebeldes quedaron a 50 metros de su casa, justo en el cruce. Con total impunidad ocuparon los puestos oficiales del MPLA: vistieron sus uniformes, se sentaron en sus coches… Al segundo día de la ocupación, se acercó hasta su casa un alto cargo de UNITA y le dio a Mandinho, que resistía atrincherado, una radio para comunicarse. Blanco angolano, nacido en Cubal, se había ganado la fama de provocador ya antes de que las tropas de UNITA invadieran su tierra. Así que esa madrugada del segundo día de ocupación, huyó hacia las colinas. Su padre contaba:
“Una noche saltan la cerca de la casa dos hombres con uniforme militar y con armas. Con poco sigilo se acercan a la puerta de entrada, intentan abrirla. Toda la familia mantenemos la respiración, acurrucados unos sobre otros en una habitación. Yo, como padre, cojo el arma y me quedo de pie, protegiendo a mis hijas y mi mujer. Escuchamos ruidos que delataban el recorrido de los dos desconocidos alrededor de la casa. Tras unos minutos eternos,éstos salen de la finca, sin descubrir que la puerta de atrás está abierta. Y volvimos a respirar.”
A partir de esa noche quedaron con miedo de dormir en casa. Salían de dos en dos, de tres en tres, como si tan sólo quisieran dar un paseo nocturno por la ciudad. Caminando llegaban a casa de doña Emilia. Los días más complicados utilizaban los túneles que se comunicaban, a través de las viviendas vecinas, con el río. A veces quedaban con las piernas llenas de barro varias horas cobijados en su lecho húmedo, y caminaban hacia atrás para que las pisadas en la orilla no delataran su escondrijo.
Durante muchos días el alimento se redujo a papaya cocida. Mandinho sintió hambre desde su exilio en las montañas. Desesperado por la inanición, mandó buscar a su cuñado, militante de UNITA pero por encima de todo, pensó, su familia. Sus compañeros de huida trataron de persuadirle para que desistiera en su idea:“No te fíes.” El cuñado apareció en su vehículo destartalado. Le hizo subir al coche y lo mató sin vacilar junto a la vía del tren.
Cuando el tren pasó por el lugar en el que yacía el cuerpo inerte de Mandinho, una moza amiga de la familia ve al blanco junto a las vías, y avisa en casa. Los niños van en bicicleta y corriendo hasta allí, reconocen al amigo de la familia y vuelven para dar la noticia, espantados, a casa.
UNITA pasa varias horas sin permitir que se mueva el cuerpo inerte. Se va a pudrir, humillante y rápidamente, con tanto calor… Es necesario que el Padre Abel interceda para conseguir que el cuerpo sea levantado. Finalmente es UNITA la que ofrece un cajón para el entierro. Con una condición: estará prohibido llorar en el funeral. Cuando entierran a Mandinho, su madre escupe entre dientes y murmura con rabia:“Si te ha llevado Dios, descansa en paz. Pero si fue una persona, no tengas paz hasta que te la lleves contigo”.
Tras salir la familia de Mandinho, el cuñado y asesino ocupó la casa en la que vivían. Dormía en su cama, comía en sus platos… Apareció asfixiado en su habitación, la antigua habitación de Mandinho, con sus propias manos alrededor del cuello.

miércoles, 12 de abril de 2017

La casa borrosa

Miramos las noticias los tres de pie. John y yo comentamos brevemente cada suceso mientras nos balanceamos de atrás a delante. “Inundaciones en Colorado. Un tiroteo en un templo Sij en Wisconsin.” Todavía no me han ofrecido una bebida cuando llegan las noticias locales: “El coro de Sheffield rendirá homenaje a descendientes de los colonizadores en el gimnasio de la ciudad. Los interesados pueden pasar a recoger las acreditaciones por la iglesia. Fuera de horas de culto.” John se irrita con el televisor. Odia que esa “puta vieja”, como el llama a la religión, tenga que estar metida en todos los ajos. El calor se hace insoportable y John se levanta a por unas cervezas a la cocina. Desde allí me pregunta. Acepto. Estoy sediento. Sigue despotricando. - Esos cabrones tienen un cheque en blanco firmado por dios. - La chapa de la cerveza rueda hasta un rincón mullido de polvo. Empiezan los anuncios. Y de pronto se corta la señal. Todos echamos la cabeza hacia atrás, incrédulos, conteniendo un pánico vomitivo que sobrevuela la escena unos segundos. Yo reacciono el primero, y me acerco a la televisión para darle un golpecito. Dos, tres. Miro si está bien conectada. John y Alice abandonan su estúpida parálisis y siento como si se me acercaran dos moscardones de un metro y medio, torpes y molestos. Movemos cables, encendemos y apagamos la corriente eléctrica, golpeamos el mando... Nada funciona. John suda tanto que pienso que las gotas van a cortocircuitar algún cable pelado. Hace un día bochornoso, con un cielo densamente cubierto y nos preguntamos si las nubes pueden estar entorpeciendo la señal. Los tres estamos mirando al cielo por encima de la casa, aunque casi no la distinguimos porque ambos están igual de grises y emborronados, cuando Alice lanza por primera vez una idea clara: -Sube al tejado a mover la antena- No puedo decir que no. No se hacen así las cosas. No aquí. Claro, por supuesto. Me dispongo a subir. No quiero hacerlo, porque sé que este tejado no tiene consistencia. Puedo ver los maderos al aire carcomidos por las cabezas. Pero mientras pienso esto ya estoy subido en la escalera de mano que John ha apoyado sobre el muro lateral de la casa borrosa. Y sin saber muy bien cómo, de forma mecánica, ya estoy pisando las tejas enmohecidas del faldón derecho. Desde la parte más alta del tejado puedo ver Sheffield completo. Y horizonte por los cuatro costados. Ahora es perla, el cielo. La carretera principal rasga el paisaje y vomita casas a sus lados. Los colores son sutiles, delicados beige y crudos. Una fila de niños espera a cruzar y, mientras, se deforma, se encoge y se estira. Es un único ser luchando contra sus entrañas. Un círculo rojo quiebra el arrollo de furgonetas abriendo un claro por el que el monstruo informe se desliza hasta desaparecer de mi vista. Los tejados de otras casas parecen escamas enrojecidas que se maclan escondiendo bajo sus caparazones a bestias dormidas. De pronto la ciudad respira a un ritmo pausado. Me siento a horcajadas sobre su lomo y acaricio la piel quebradiza y áspera. Nos movemos lentamente hacia la oscuridad. Cabalgamos lejos pero siempre sobre Shefield.

domingo, 12 de febrero de 2017

El tiempo de las orejas

Pero no había nadie mirando. Hubieras embravecido las gradas de las más excelsas competiciones. Hubieras provocado aplausos sangrantes de manos dislocadas. Suicidios resignados de cientos de rivales se anunciarían en las radios, acompañados por la condescendencia de la sociedad del deporte y las voces entendidas. Pero cuando diste aquel salto incorpóreo, sensual y rítmico, posándote sobre el canto de una oreja peluda, estabas completamente solo. Todos los ojos de todas las criaturas coincidieron en ese momento sobre otros saltos y otras orejas, así que no hubo reconocimiento. No es que hubieras ensayado para ese momento. El cómo llegar hasta ella era un tránsito que se te hacía algo parecido a doloroso. Tan sólo añorabas, desde el mismo día de tu concepción, el llegar hasta una oreja. Cualquier oreja. Y cada día pasaban tres o diez de manera desordenada e imprevisible. Te sorprendían unas cerca, otras casi confundidas entre las curvas del horizonte. Algunas caían del cielo como mazos de plomo, otras se acercaban haciendo unos ruidos que te hacían vomitar. Las había pequeñas como moscas y grandes como petroleros. La mayor parte estaban ocupadas, pero sobre todo resultaban imposibles de alcanzar. Así que cuando aquel instante congregó a esa oreja y a ti entrelazadas a través de una trayectoria posible, saltaste sin reflexionar. Por eso no pudiste prever el gran legado que tallaste en la historia del deporte. Y tampoco importó nada más que estar allí ahora, inconsciente por la hazaña de tu medio, pero delirante por el abrazo de tu fin.

Qué hacer. Habías dedicado tanto tiempo a perfilar la forma de llegar, que ahora, todavía temblando y con las piernas humeantes por el impulso, te das cuenta ya de que hasta aquí llega tu plan. Ni un minuto más pensado. Conoces lo emocionante de la vida en una oreja: por ella pasan las oraciones de los pecadores y los chismes inventados por las envidias; los susurros de sexo lascivo y las suaves confesiones de los que se aman. Los coros infantiles, el gruñido de una morsa y la explosión de la mina olvidada en un arrozal. Pero como no tienes nada pensado, toca improvisar. Así que, aprovechando la cavidad cerúlea, colocas los brazos en jarras, te yergues y te dejas enmarcar por los pliegues cartilaginosos. Comienza a tomar sentido el ser oreja como concha marina protectora de un Neptuno padre y bestia.Y así es como te sientes. Sientes que te abraza el aura de la deidad de forma natural e inevitable. Qué bello ahora. Respiras. Se hincha el pecho. Suspiras.

Se escaparán tres lustros al menos mientras te mantienes hercúleo, posando en este frente anacarado. Te mantendrá firme el llegar donde lo has hecho. Y así los años transcurrirán y tú conservarás la postura a lo largo de cada uno de ellos. Pero las cosas terminarán por cambiar. Llegará el mañana y ya nadie soñará con alcanzar orejas. Y entoces será triste ver cómo los abuelos cuelgan paraguas de tus brazos y las mujeres elegantes se apoyan en tu lomo para ajustarse los tacones. Será triste pero cierto darse cuenta de que ya nadie recordará el tiempo de las orejas.

domingo, 1 de enero de 2017

Doce cajas más

- ¡Van a traer 12 cajas más!- Se lo repito porque veo la intranquilidad en su rostro. Suspira, creo que aliviado. Comparto de nuevo la emoción de la revolución doméstica a la que asistimos. Suspira, creo que está aburrido. A veces, me descoloca. Parece que no me entendiera del todo. Mira a ninguna parte, toma aire y lo deja salir a borbotones. Yo le cuento, le explico. Le hago sentir importante y entre tanto exploro las  posibles razones de tanto aire entrando y saliendo. Pruebo toda clase de contorsiones para enganchar su ánimo al mío, para que vibre la vida un poquito en sus ojos cuando estamos juntos, en casa.
Trato de descifrar su gesto. Suspira y su "esta vez" me empieza a cabrear. Algo incómoda me aventuro a decir que no parece entenderme en absoluto. Silencio. Me agarro a mi áltma fibra de paciencia y repito una vez más la explicación. Suelta un graznido. Mira que es bravo. Al final siempre acabamos enriscados en la misma pantomima. Mi condescendencia le hace sentirse poderoso. Estiro mi paciencia, vomitando amabilidad sin respuesta, hasta que se parte súbitamente en trocitos. Ahora mismo estoy cerca de golpearle. Como no cambie la mueca torcida igual explota de tontuna. No entiende lo que le digo: - ¡Nos van a traer 12 cajas más!