Cuarenta minutos hasta la estación. Elsa camina por una ruta distinta a la
habitual. Conoce perfectamente el recorrido más directo, pero hoy
quiere refrescar su mirada, alejarse de lo conocido, pasar
desapercibida. Se ha levantado esquiva, incómoda con su rutina.
Las baldosas de la calle bailan bajo sus pies y ella juega a
encontrar la pieza inmóvil. Los coches no respetan las vías
peatonales y estropean los pavimentos, que se hunden, se deforman
convirtiéndose en orografías blandas y tramposas. Los pocos
alcorques que hay aglutinan colillas y latas de algún refresco
marroquí que no conoce. Levanta la mirada. Caras desconocidas.
También ocurre en su barrio. Mucha gente entra y sale. Algunos se
quedan. Aun así ella siempre ha tratado de sentirse en casa. Cuando
se cruza más de tres veces con la misma persona, la mira fijamente,
trazando las primeras letras
de una historia común. Se dice que existe un código universal, no
escrito, para pasar de la indiferencia al saludo. “Si es la tercera
vez que nos cruzamos, mantengo la mirada. Ambos sabemos que nuestras
rutinas trazan líneas
conectadas. Toca lanzarnos el guante de la complicidad. La siguiente
vez que nos veamos, levantaremos las cejas, puede que incluso
lleguemos a saludar. Eso depende de si el tiempo que resistimos con
los ojos fijos nos da el impulso suficiente.” Pero hoy no busca
conectarse con nadie. Hoy le reconforta alejarse de sí misma, verse
sola, sin circunstancias. Sin bar Guariche, sin los bancos del paseo,
sin Martín que pide a la puerta del estanco, sin el buzón lleno de
cartas, sin Leti paseando sus dos galgos huesudos, enfermizos.
Continua por
lugares que le son extraños y empieza a relajarse, no conoce a nadie
y nadie la conoce.
Hoy no conecta con las otras miradas. Igual por eso, cuando se da
cuenta de que es Lucas, están casi rozándose. Más de lo que le
hubiera gustado. La sorpresa le hace bajar la guardia y, por un
instante, confunde su papel, sonríe. Cualquiera podría decir que se
alegra de verle. Pero
el rencor se hace presente de forma inmediata y
arrastra las comisuras de sus labios. El rostro se queda frío.
– Cuánto
tiempo – A Lucas se le clava el vaivén en la expresión de Elsa y
de pronto le pesa cada uno de los días desde la última vez que la
vio. Se arrepiente de haber dejado que llegara este momento, de
haberla parado, de estar allí de pie, frente a su culpa sin excusas.
– ¿Qué
haces por aquí?
– Voy
a la estación.
– ¿Vas
a ver a mamá?
– Nunca
he dejado dejado de ir –se genera un silencio lleno de reproches–. Tengo que marcharme. No puedo perder el tren. Adiós.
Lucas
trata de acercar su mano al hombro de Elsa, pero ella esquiva la
despedida y comienza a caminar tras apenas un roce. Dejarle así
plantado no le sabe a victoria, pero no soporta el reencuentro. Y
menos un día como hoy. Él no se mueve, mira cómo se aleja y se
hace cada vez más pequeña. Ahora es del tamaño de un paraguas, de
una barra de pan, de una botella. Le gustaría que se quedara así,
pequeñita, como cuando jugaban a saltar en los charcos de los
alcorques, cuando el agua era limpia.
Se
lleva las manos a la cara y se frota fuerte los ojos, la frente,
intentando arrancar los recuerdos. Pero el maldito color de aquella
tarde ha teñido sus párpados, y lo ve una y otra vez cuando cierra
los ojos.
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