El sueño de la razón no sólo produce monstruos

domingo, 3 de diciembre de 2017

Muerte de una viuda

MUERTE DE UNA VIUDA
Beben tranquilamente sus cinzanos: oliva y hielos. Rodaja de limón. María Teresa saca el abanico y lo menea con elegancia. El ritmo embriaga la escena de terraza en el bar-restaurante. La temperatura es deliciosa. Sonsoles y Carmina se inclinan sobre reposabrazos colindantes, mirándose con ojos de lechuza. La conversación debe de causarles mutua sorpresa. Mercedes rebusca en su bolso otro abanico que ha recordado tener (“¡Qué cabeza!”) por la envidia de la fina estampa que su amiga compone tras el ventalle. Y Ricarda, plena de satisfacción, observa a sus compañeras de parchís deslizarse por el tiempo de la tertulia semanal.
Entonces, de forma repentina, en un momento indistinguible de otros tantos transcurridos esa misma tarde, pide la carta de tapas. La acción asalta la escena con virulencia, quizás movida por el anhelo de plenitud del momento. Otras veces, han acompañado sus cinzanos con raciones de patatas asadas que aderezan con salsas blancas de ajos, quesos o pepinos. Pero hoy reclama “algo diferente para celebrar el encuentro semanal.”
Mercedes, envuelta por la inercia de su simplicidad, propone pedir la misma ración de patatas asadas de siempre. Ricarda insiste pacientemente y anima a sus compañeras de parchís a “celebrar esta maravillosa costumbre del encuentro semanal.” Sonsoles y Carmina han vuelto sus ojos lechucinos hacia ella, pero no expresan una brizna de entusiasmo. No hay seguimiento de la exaltación. Cada vez más excitada, comienza a buscar adjetivos y espetar reflexiones sobre el valor de la tertulia, por su calidad ética y estética. Tratando de conmover a sus insípidas amigas, recuerda los comienzos del “grupo del parchís” como duras jornadas en los que realizaban rudimentarias actividades, moviendo cubiletes ansiosas y contando veinte por sus victorias. Hoy ninguna excusa es necesaria. Todos los sábados, indefectiblemente desde el 23 de mayo de 1993, se han encontrado en esta misma terraza, en esta misma mesa y a esta misma hora.
¡¿Y qué nos ha hecho mantener firme esta ancla, pilar de nuestra existencia sobre el que pivotan los lunes, los martes y el resto de días desquiciados e imprevisibles?!
¡¡La rutina!!- contestan todas las viudas a coro, animadas ya por la revolución.
¡¿Y qué motiva la rutina?!
¡¡La pereza!!
¡¿Y qué encontramos en la raíz de la pereza?!
¡¡La gustera!!
Y, ¿no es la gustera de nuestra compañía, al fin y al cabo, la que desencadena el estar del ser?- miradas a diestra y siniestra. Asentimiento.
Cierto, cierto... Eso así es.
De esta forma Ricarda entrevé los cimientos de su victoria cuando justo el camarero (mejillas largas, ojos saltones.) aparece con el menú. La líder embravecida arranca el porfolio de sus manos y lo levanta cual Moisés en la cumbre del monte Sinaí.
¡¿No creéis merecida la celebración del pan y el vino, el homenaje por la comunión entre el cuerpo y la palabra?! ¡¿No sentís que es lo mínimo que hacer en agradecimiento por nuestra dicha?!
A esa altura del discurso, María Teresa y Mercedes enarbolan sendos abanicos cual estandartes abriendo batalla; Sonsoles levanta su cinzano victoriosa; y Carmina, subida a una silla, patalea y grita con júbilo.

Azuzan a la capitana para pedir huevos rotos, panes con jamón, chorizos a la sidra. Vino y cerveza. Todo lo que Ricarda pueda pronunciar. Se levanta reclamando la ovación. Va hacia la puerta del bar-restaurante y, antes de entrar, se vuelve y saluda. A entrar, se apoya en una banqueta y fallece.

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