El sueño de la razón no sólo produce monstruos

martes, 8 de agosto de 2017

Obsesiones

Me había acostumbrado a que coincidiéramos en el bar por la mañana, al tomar mi café solo. A descubrirle en los asientos del fondo del autobús. A reconocer su silueta en las calles concurridas del centro de la ciudad. Al principio pensé que se trataba de encuentros fortuitos. Llegué a sonrojarme de emoción al pensar que existía alguien con quien cruzaba mi rutina. Pero la frecuencia aumentó rápidamente y pronto mi curiosidad dio paso a la certeza de vivir perseguida. Me miraba, escorado, desde los rincones; o altivo, al pasar a mi lado, casi rozándome. Unas veces con esos ojos verdes, transparentes; otras envuelta la mirada en un iris marrón, casi negro.
Comenzó a vestirse cada día de una forma diferente, a caminar de un modo irreconocible, tratando de ocultar entre disfraces su identidad única de enfermo infatigable. Sentí miedo. Cuando empezó a colarse al otro lado de las ventanillas de billetes u ocultarse tras una mascarilla blanca en la consulta del dentista, temí por mi vida. Pero era un loco enamorado. Y el miedo daba saltos inconstantes hacia la ternura. Una ternura suave y comestible.
Él seguía buscándome en cada calle, escurridizo y tenaz. Intentaba diluirse entre cascos, batas, gafas de sol y bigotes. Yo entonces ya me sentía halagada y, tonta de mí, me dejé llevar por la coquetería. Durante unos meses, alimenté una esperanza a la nunca iba a ser capaz de responder. Mis sonrisas se hicieron encontradizas y a punto estuvimos de intercambiar unas palabras en un martes 22 de abril.
Pero él no podía ni mirarme. Envuelto en otra de sus farsas, unos niños traviesos arrebataron su atención de mí tan rápido como se había posado. ¡Qué dolor verle sufrir de aquella forma! ¡Cómo podía estar tan enfermo! Desapareció tras las ingenuas criaturas sin girar su rostro, aun ardiendo en deseos de mirar atrás. ¡Ese hombre había perdido la razón!
Aquella tarde supe que el amor se había hecho podredumbre en sus entrañas y que ya sólo la muerte arrancaría ese dolor tan denso.
El calendario sentenció que fuera un viernes, 2 de mayo. Agarré mi cajita de costura, la que llevo para los viajes. La llené de rafia y coloqué unas tijeras protegidas por el recio hilo. Salí de casa decidida a acabar con aquel monstruo obsesionado. Entré en nuestro bar y allí estaba, removiendo su estúpido café con leche. Pedí “mi solo de siempre” y, cuando daba un primer sorbo, se levantó hacia el baño. Le seguí con mis herramientas. Se lavaba las manos frente al espejo cuando le libré de su agonía. No chilló.
Pagué el café y salí a la calle, satisfecha y aliviada. No duró mucho esta paz, pues enseguida noté su mirada pastosa deslizarse. Llegué a la parada del autobús temiendo lo peor: una herejía, una resurrección. Me giré y allí estaba. Sonriendo como un obseso sin escrúpulos. Subí a la cabina y caminé nerviosa, con mi rafia sucia en la mano, hasta la última fila de asientos. Él se sentó justo delante de mí, ofreciendo su cuello despejado a la sentencia que podía redimir su pena. Agarré fuerte la cuerda y con un rápido movimiento acabé con aquel pálpito de dolor y pasión.
Lo he vuelto a ver en el ascensor, en el pasillo del supermercado y en la recepción de la piscina. He acabado con su agonía no sé ni cuántas veces ya… pero una y otra vez reaparece, tan inmortal es su amor.
Y así, tras cuatro días tratando de salvar a un hombre, he llegado hasta esta iglesia, buscando ayuda, temiendo que pudiera encontrarlo aquí también. Pero al ver sus ojos limpios, padre, he sabido que usted sí que iba a entender mi entrega, mi sacrificio por devolver a ese pobre enamorado su libertad.
Pero no escucho sus palabras, padre. No oigo sus consejos.

Ahora recuerdo que ayer fue domingo y vine a misa, como cada semana. Despego la rafia reseca del cuello almidonado y camino hacia la puerta.