La
ropa apestaba a tabaco. Al llegar a casa colgué el abrigo en el
balcón, de una percha. La enganché en un ojito herrumbroso que
sobrevivía entre los ladrillos. Por él habrían pasado macetas,
cuerdas de tender y trapos. Ese día acogería a una percha, que daba
forma a mi gabardina de entretiempo. El viento estaba revoltoso, así
que abandoné mi abrigo a la intemperie, cerré las contraventanas y
entré en casa.
Lucas,
Celia y Sara bebían cerveza. Estaban sentados entre las banquetas de
la cocina y el sofá del salón. Para no romper el equilibrio, me
apoyé en la mesa de madera, la grande, con otra cerveza de lata que
suspiró babosa al abrirse. Antes de lograr zambullirme en la
conversación, escuché el cierzo agitar las ventanas. Con un silbido
intenso, se coló por debajo de alguna puerta y me trepó por los
tobillos. La casa era vieja, y para el viento todo eran pasadizos y
toboganes por los que deslizarse. Escalé desde un rincón del
pasillo hasta un buen momento de la conversación. Sara explicaba,
muerta de risa, que habían encontrado un calcetín de Paco en la
nevera. Paco suele estar tan dormido por las mañanas que podría
lavarse el pelo con pasta de dientes sin enterarse. A Sara le hacía
tanta gracia contarlo que le vibraban las aletas de la nariz como si
fuera una fragata, y se estiraba mucho hacia atrás para poder soltar
su carcajada. Todos nos reíamos con ella.
Se
oyó un golpe contra la ventana. Todos nos giramos hacia el balcón.
El abrigo. Ya no está. Me acerco hasta el cristal y sentencio: “
La gabardina se ha ido”. Nos entra una risa boba. Salimos los
cuatro al balcón y movemos las cabezas hacia todos lados. Ni rastro
de ella, ni de la percha, ni del ojito de metal. El viento está
enloquecido, y no viene ni va a ninguna parte. Ha arrancado el
tornillo de la pared, dejando un agujero doloroso en el ladrillo.
Imaginamos a la gabardina escondida bajo el alféizar, agarrándose a
duras penas con sus mangas de doble costura y rezando para que no la
encontremos. Nos reímos. Seguro que ya está volando sobre los
edificios, camino del delta del Ebro. Tendrá ganas de tumbarse sobre
el cauce y dejarse llevar entre las hojas. Ya no olerá a tabaco.
Habrá ido recogiendo los humos de las chimeneas, las cocinas y las
estufas: asado, tortilla, petróleo, carbón. Se le habrá enganchado
la pestilencia de alguna alcantarilla, las cacas de perro del parque,
el olor a pino. Al cruzar la carretera hacia el río, habrá
absorbido la humada de los coches y se habrá engalanado con el aroma
a churro que inunda la feria. Habrá llegado, por fin, a las riberas
del sur, donde los chavales se atiborran a calimochos y cubatas
malos, y les habrá robado un poquito de su olor a orines, hormonas y
prisas por vivir.
El
timbre nos arranca de nuestras ensoñaciones. Alguien insiste con
ritmo. Me acerco a la puerta. Abro. Te presentas y me cuentas el
principio del que será un gran relato: la fantástica historia de
una gabardina que se coló por tu ventana.
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