El sueño de la razón no sólo produce monstruos

miércoles, 12 de abril de 2017

La casa borrosa

Miramos las noticias los tres de pie. John y yo comentamos brevemente cada suceso mientras nos balanceamos de atrás a delante. “Inundaciones en Colorado. Un tiroteo en un templo Sij en Wisconsin.” Todavía no me han ofrecido una bebida cuando llegan las noticias locales: “El coro de Sheffield rendirá homenaje a descendientes de los colonizadores en el gimnasio de la ciudad. Los interesados pueden pasar a recoger las acreditaciones por la iglesia. Fuera de horas de culto.” John se irrita con el televisor. Odia que esa “puta vieja”, como el llama a la religión, tenga que estar metida en todos los ajos. El calor se hace insoportable y John se levanta a por unas cervezas a la cocina. Desde allí me pregunta. Acepto. Estoy sediento. Sigue despotricando. - Esos cabrones tienen un cheque en blanco firmado por dios. - La chapa de la cerveza rueda hasta un rincón mullido de polvo. Empiezan los anuncios. Y de pronto se corta la señal. Todos echamos la cabeza hacia atrás, incrédulos, conteniendo un pánico vomitivo que sobrevuela la escena unos segundos. Yo reacciono el primero, y me acerco a la televisión para darle un golpecito. Dos, tres. Miro si está bien conectada. John y Alice abandonan su estúpida parálisis y siento como si se me acercaran dos moscardones de un metro y medio, torpes y molestos. Movemos cables, encendemos y apagamos la corriente eléctrica, golpeamos el mando... Nada funciona. John suda tanto que pienso que las gotas van a cortocircuitar algún cable pelado. Hace un día bochornoso, con un cielo densamente cubierto y nos preguntamos si las nubes pueden estar entorpeciendo la señal. Los tres estamos mirando al cielo por encima de la casa, aunque casi no la distinguimos porque ambos están igual de grises y emborronados, cuando Alice lanza por primera vez una idea clara: -Sube al tejado a mover la antena- No puedo decir que no. No se hacen así las cosas. No aquí. Claro, por supuesto. Me dispongo a subir. No quiero hacerlo, porque sé que este tejado no tiene consistencia. Puedo ver los maderos al aire carcomidos por las cabezas. Pero mientras pienso esto ya estoy subido en la escalera de mano que John ha apoyado sobre el muro lateral de la casa borrosa. Y sin saber muy bien cómo, de forma mecánica, ya estoy pisando las tejas enmohecidas del faldón derecho. Desde la parte más alta del tejado puedo ver Sheffield completo. Y horizonte por los cuatro costados. Ahora es perla, el cielo. La carretera principal rasga el paisaje y vomita casas a sus lados. Los colores son sutiles, delicados beige y crudos. Una fila de niños espera a cruzar y, mientras, se deforma, se encoge y se estira. Es un único ser luchando contra sus entrañas. Un círculo rojo quiebra el arrollo de furgonetas abriendo un claro por el que el monstruo informe se desliza hasta desaparecer de mi vista. Los tejados de otras casas parecen escamas enrojecidas que se maclan escondiendo bajo sus caparazones a bestias dormidas. De pronto la ciudad respira a un ritmo pausado. Me siento a horcajadas sobre su lomo y acaricio la piel quebradiza y áspera. Nos movemos lentamente hacia la oscuridad. Cabalgamos lejos pero siempre sobre Shefield.

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