MUERTE
DE UNA VIUDA
Beben
tranquilamente sus cinzanos: oliva y hielos. Rodaja de limón. María
Teresa saca el abanico y lo menea con elegancia. El ritmo embriaga la
escena de terraza en el bar-restaurante. La temperatura es deliciosa. Sonsoles y Carmina se inclinan
sobre reposabrazos colindantes, mirándose con ojos de lechuza. La
conversación debe de causarles mutua sorpresa. Mercedes rebusca en
su bolso otro abanico que ha recordado tener (“¡Qué cabeza!”)
por la envidia de la fina estampa que su amiga compone tras el
ventalle. Y Ricarda, plena de satisfacción, observa a sus compañeras
de parchís deslizarse por el tiempo de la tertulia semanal.
Entonces,
de forma repentina, en un momento indistinguible de otros tantos
transcurridos esa misma tarde, pide la carta de tapas. La acción
asalta la escena con virulencia, quizás movida por el anhelo de
plenitud del momento. Otras veces, han acompañado sus cinzanos con
raciones de patatas asadas que aderezan con salsas blancas de ajos,
quesos o pepinos. Pero hoy reclama “algo diferente para celebrar el
encuentro semanal.”
Mercedes,
envuelta por la inercia de su simplicidad, propone pedir la misma
ración de patatas asadas de siempre. Ricarda insiste pacientemente y
anima a sus compañeras de parchís a “celebrar esta maravillosa
costumbre del encuentro semanal.” Sonsoles y Carmina han vuelto sus
ojos lechucinos hacia ella, pero no expresan una brizna de
entusiasmo. No hay seguimiento de la exaltación. Cada vez más
excitada, comienza a buscar adjetivos y espetar reflexiones sobre el
valor de la tertulia, por su calidad ética y estética. Tratando de
conmover a sus insípidas amigas, recuerda los comienzos del “grupo
del parchís” como duras jornadas en los que realizaban
rudimentarias actividades, moviendo cubiletes ansiosas y contando
veinte por sus victorias. Hoy ninguna excusa es necesaria. Todos los
sábados, indefectiblemente desde el 23 de mayo de 1993, se han
encontrado en esta misma terraza, en esta misma mesa y a esta misma
hora.
- ¡¿Y
qué nos ha hecho mantener firme esta ancla, pilar de nuestra
existencia sobre el que pivotan los lunes, los martes y el resto de
días desquiciados e imprevisibles?!
- ¡¡La
rutina!!- contestan todas las viudas a coro, animadas ya por la
revolución.
- ¡¿Y
qué motiva la rutina?!
- ¡¡La
pereza!!
- ¡¿Y
qué encontramos en la raíz de la pereza?!
- ¡¡La
gustera!!
- Y,
¿no es la gustera de nuestra compañía, al fin y al cabo, la que
desencadena el estar del ser?- miradas a diestra y siniestra.
Asentimiento.
- Cierto,
cierto... Eso así es.
De esta forma Ricarda entrevé los
cimientos de su victoria cuando justo el camarero (mejillas largas,
ojos saltones.) aparece con el menú. La líder embravecida arranca
el porfolio de sus manos y lo levanta cual Moisés en la cumbre del
monte Sinaí.
- ¡¿No
creéis merecida la celebración del pan y el vino, el homenaje por
la comunión entre el cuerpo y la palabra?! ¡¿No sentís que es lo
mínimo que hacer en agradecimiento por nuestra dicha?!
A
esa altura del discurso, María Teresa y Mercedes enarbolan sendos
abanicos cual estandartes abriendo batalla; Sonsoles levanta su
cinzano victoriosa; y Carmina, subida a una silla, patalea y grita
con júbilo.
Azuzan
a la capitana para pedir huevos rotos, panes con jamón, chorizos a
la sidra. Vino y cerveza. Todo lo que Ricarda pueda pronunciar. Se
levanta reclamando la ovación. Va hacia la puerta del bar-restaurante y, antes de entrar, se vuelve y saluda. A entrar, se apoya en una banqueta y
fallece.